DISQUISIONES BERLINESAS*

Álvaro Zamora

Originadas en diálogos que sostuve, 
en la Alte Nationalgalerie[i] de Berlin, 
con el señor Dix, a quien las dedico

El arte permite lo imposible; muchos lo saben

–un filósofo anciano­–


Resumen

Las disquisiciones que componen esta entrega se originaron en Berlín, cuando visité la Antigua Galería Nacional de dicha ciudad en compañía de mi amigo Ulrich Dix, un intelectual de vocación científica, que enriqueció notablemente mis puntos de vista como filósofo y crítico de arte. He dividido en dos partes este escrito. La primera parte ofrece una introducción y dos disquisiciones que atañen al crítico de arte y entrelazan el gusto con la lógica e incluso con la tecnología. Las disquisiciones de la segunda parte se originan en varios diálogos que el señor Dix y yo sostuvimos frente a tres de las obras exhibidas en aquella galería. 

Abstract

The three essays that comprise this installment originated in Berlin, when I visited The reflections that comprise this piece originated in Berlin, when I visited the Old National Gallery there in the company of my friend Ulrich Dix, an intellectual with a scientific bent, who notably enriched my perspectives as a philosopher and art critic. I have divided this writing into two parts. The first part offers an introduction and two reflections concerning the art critic, intertwining taste with logic and even technology. The reflections in the second part stem from several dialogues that Mr. Dix and I had in front of three of the works exhibited in that gallery.

PRIMERA PARTE

Liminar: esa vocación de caminante

El crítico de arte comparte vocación con los romeros. Suele emprender camino hacia el museo o la galería; viaja para conocer un cuadro, valorar cierta curaduría, distinguir calidades de obras diversas. Acaso vale tal analogía, además, cuando el crítico abre un libro, valora catálogos, ausculta revistas o exhibiciones que habitan en alguna localidad real o en las páginas Web

Acaso un fuero peripatético también alentó, por años, muchas reflexiones del Círculo de Cartago, que brinda espacio a mis comentarios y críticas de arte. 

Esa Galería se encuentra en la llamada Isla de los Museos (Museumsinsel). Se encentra en la Spreeinsel, una isla central de Berlín. El río Spree y varios museos de renombre internacional justifican ese nombre, asociado a la zona en 1918 por la Stiftung Preußischer Kulturbesitz (Fundación del Patrimonio cultural prusiano); aunque ya había sido dedicada al arte y a la ciencia en 1841, por Friedrich Wilhelm IV.

I. Este oficio de mirar

Atesoro aquella vivencia entre las que ratifican esta convicción: el crítico de arte ha de nutrir su juicio en ámbitos de la teoría. Mejor aún, debe afinar su mirada, tanto como sus métodos y sus perspectivas de análisis. 

Una moda filosófica de los años sesentas hubiera podido asociar tal vocación a la conocida idea filosófica de la mirada. Adaptando a la estética tal concepto, podría afirmar que el arte revela la presencia del otro. Un artista se refleja en la obra y, a la vez,  manifiesta valorares y conceptos propios de su época. 

La suya es, seguramente, una visión del mundo entre otras muchas[1]. Se materializa cual paradoja ontológico, es decir, cual objeto imaginario. Pero a la vez como testigo o, como bien advirtiera Sartre, como “soporte de la irrealización”; o sea, una idea que se materializa cual incitación permanente a tomar por real lo representado o, si se prefiere, a apadrinar, como si fuera real, la intención imaginaria del objeto artístico. 

Provocadas e intuidas  así –a la vez visual e intelectualmente– las miradas ofrecidas por los artistas son testimonios de su época. Cohabitan con otros legados artísticos de su tiempo y geografía. También suponen contrastes o avenencias con visiones (escuelas, estilos, técnicas) de otras épocas y de otros lugares. 

En diálogo con el señor Dix, ratifiqué la conveniencia de reflexionar sobre dicha convicción. Se que tal idea también ha sido planteada en diversas actividades de análisis y discusión en AICA-Costa Rica.

Oficio arduo es la critica de arte. No se trata solo de leer las pretensiones y las técnicas que habitan en cada obra. Tampoco basta enfrentar, con paso firme, demandas mercantiles muy comunes; de esas que otorgan privilegios espurios a ciertos artistas, aunque carezcan del genio requerido para presentarse como tales. Frente a ellos, todo crítico de arte debería plantar sólidas pautas técnicas, estéticas e históricas. 

Kant buscó criterios de ese talante en su momento, aunque no ejercía esta profesión ni se interesaba en sus propósitos. Su ejemplo puede servir hoy, de cuando en cuando, para distanciarse de las regulaciones comerciales e incluso de algunos atavíos mediáticos con que neófitos, ignaros, políticos o farsantes suelen juzgar, sino promover,  manifestaciones que pueden calificarse como pseudo artísticas.

Quien asume la crítica de arte cual profesión u oficio, ha de saber que las llaves para entrar en predios de la descripción y del razonamiento pueden tener procedencias diversas. Por eso, desde su inicio, asumo en esta columna propósitos peregrinos[2].

Camino sin la seguridad de quienes saben todo. Prefiero mirar a distancia, describir y, armado con método y prudencia, atender a las relaciones planteadas en y por el objeto estético. 

Caminando así, con mirada atenta, pueda otear quizá alguna esencia o sentido del arte; comprender el nudo gordiano de una obra, de un estilo, de una coyuntura. 

Agudo puede parecer el sentido común de algunos pero, como instrumento crítico parece insuficiente. El crítico de arte cuenta con un amplio abanico de posibilidades para dar mejor ánimo y razón a sus miradas.  En la hermenéutica, la semiótica, el psicoanálisis o la fenomenología podrá hallar conceptos y metodologías. Para comprender la complicidad del artista con el entorno social e incluso para evaluar la densidad de su mensaje, también puede recurrir a la sociología del conocimiento, a enfoques históricos, tendencias estructuralistas, marxistas, positivistas, psicológicos, estadísticos, etc. 

Conocer y degustar las técnicas puede ser tan importante como entender la intimidad de un artista o su impacto en la cultura regional y global. El crítico de arte debe oponer sinceridad y lógica al mito, al prejuicio. También ha de enfrentar esa retórica publicitaria con la que algunos marchantes, coleccionistas y escritores conceden valor estético y comercial las falencias de sus representados.

Así el oficio. Conviene admitir probables influencias. Yo reconozco deudas con multitud de textos, historias, diálogos o polémicas con artistas, con sus acólitos y detractores. También agradezco el acompañamiento de amigos versados en arte y, desde luego, el de mis compañeros del Círculo de Cartago y de AICA-Costa Rica. 

Cierto filósofo del que fui alumno advertía que tales estrategias riman bien con la observación y que, a la vez, resultan necesarias para guiar el entendimiento y –no sin esfuerzo– alcanzar la comprensión. Por eso, en parte, voy de museos y galerías como un viajero en tierra extraña, y más veces de las que sospecharía el lego, como penitente. 

II. Un amor y otros pecados

Amar el arte no significa, como creen algunos, fomentar un desprecio por la lógica y menos por la ciencia o la tecnología. Sin ellas, hoy pareciera absurdo el intento de comprender lo bello. Probablemente, se requiera también algo de fe, de esperanza y hasta de metafísica. Caminar así de obra en obra y entre otras voces o criterios puede ser riesgoso y, a la vez, tan gratificante como la visita al museo berlinés que motiva estas disquisiciones. 

La ciencia y la tecnología han ofrecido al arte muchos temas. Aquí solo atiendo a evocaciones de aquella visita a la Alte Nationalgalerie, como he hecho antes en atención a las catedrales, a las estaciones y a los puentes de Monet; también a los barcos, luces y trenes de Turner[3].

En una de las salas de aquella galería, el señor Dix y yo topamos con el Eisenwalzwerk (El laminador de hierro), una compleja pintura de Adolph Menzel. Escena de la Revolución Industrial que de lejos augura, quizá, condiciones de nuestra era tecnológica; aunque está lejos de la vanagloriada superficialidad de Warhol, la de Hirst y la de Koons quienes –con opinión impopular pero bien fundada–podrían ser ubicados más cerca de la estafa estética y del comercio descarado que de un arte certero como el de Menzel.

La ciencia y la tecnología aportan cierta forma de ver una realidad que, como en el caso de Menzel,  puede ser aprovechada –al menos de soslayo– por el artista. Evidente resulta, además, su contribución al arte con materiales nuevos, con formas de socialización de ideas y productos, con un instrumental analítico inmenso, etc. 

Los medios tecnológicos enriquecen el mundo artístico cada día. También obligan al crítico de arte a investigar sus desarrollos, e incluso a familiarizarse con ellos. 

Lo novedoso de la ciencia y la tecnología remite tanto a los medios de producción como a los aspectos constitutivos del fenómeno estético en sí mismo. El Renacimiento contagió con su nueva ciencia a varios artistas; hoy la tecnología aporta materiales e instrumentos, entornos y proyecciones antes insospechables. Si de Costa Rica ha de mencionarse un ejemplo consistente de ello (sin que eso suponga menosprecio de otros) vale la pena volver la mirada sobre las ideas, obra y trayectoria de Alvaro Bracci.  

El impacto general de la ciencia y la tecnología sobre las culturas, que bien supo caracterizar Ladrière en El reto de la racionalidad hace medio siglo,  altera hasta eso que, con un arcaísmo filosófico, podríamos llamar fuero interno del artista. También motiva cambios en su entorno, define aspectos estructurales y la producción de cosas consideradas (por razones diversas) como objetos artísticos. Dada cierta autonomía (real o aparente) de algunos medios actuales para objetivar la creatividad, se ha llegado incluso a pensar que la tecnología puede crear sola, determinar el precio de la creatividad y, en cierta forma, definir valor intrínseco de los objetos artísticos. 

En virtud de tales relaciones y condiciones, muchas obras han sido puestas en el mundo emulando pecados horribles. Un ejemplo es aquel grito salido de Noruega en 1893 para poblar libros y conciencias; aunque yo prefiero lo de la señora Kollwitz. 

Merced a la ciencia y a la tecnología pueden atestiguarse, a distancia pero en todo el orbe, pecados magníficos. Los de Van Gogh[4] pueden invocarse con solo dar un click; eso nos da hoy la tecnología. Así sucede con los de El Bosco, los de Durero o los del desdichado Doré[5]. Hay infinidad de ejemplos; interpretaciones diversas de cada uno; anécdotas y análisis que sobre ellos circulan –también por medios tecnológicos– sin límite de tiempo o de cobertura[6].

En el camino de la crítica se atestiguan otros pecados. Algunos tienen vena filosófica, pues motivan dudas sobre la esencia del arte y sus funciones. Otros tienen que ver con la calidad, la técnica, el entorno social e inclusive con la historia, con la psicología y con otras disciplinas teórico-conceptuales.

En nuestros días pareciera irreversible la influencia de los marchantes y de los influencers sobre la producción artística. Hoy se intensifica, además, la de aquellos que liberan la llamada inteligencia artificial (IA) para que –como sucede en la política partidaria­– un ignaro o un malintencionado proponga como artecualquier cosa a fin de venderla. Lo que se publica al respecto podría ser otro del los pecados que pueden encontrarse en tal encrucijada cultural. 

En diálogo con el señor Dix enlisté estos y otros tópicos que reclaman atención y análisis por parte del crítico y, en general, de quien disfruta del arte. Podré intentar algunos en columnas eventuales, a propósito de otras experiencias en museos, galerías o actividades dedicadas a las artes visuales.[7]

Articulo esos temas a propósito de aquella visita a la Alte Nationalgalerie; aunque ese día el señor Dix y yo dedicamos mayor atención a las obras dispuestas ahí. Dedicaré la segunda parte de estas disquisiciones a tres que motivaron particular atención y diálogo entre nosotros. 


[1] Tanto de otras que habitan en su época como de otras, que compiten de cierta manera con esa en su tiempo y geografía, pero que también supone contrastes o avenencias con visiones (escuelas, estilos, técnicas) de otras épocas.  

[2] Como en mis actividades en AICA y en el Círculo de Cartago.

[3] Cfr. “Arte luces y vapores”, en: Zamora, Á y Coronado, G. (2004) Tecnología, el otro laberinto. Cartago. LUR.

[4] No sin exceso, llamo pecados a tales ejemplos porque su época los arece haberlos visto como tales. He ahí otro tema para tratar eventualmente en esta columna.

[5] Así lo consideraron algunos ya en su época, pese a que su depurada técnica y ese imaginario magnífico que se aglutina en su obra han perdurado a lo largo del tiempo. Hoy podríamos advertir otra forma de su desdicha: la ilustración suele ser considerada por los teóricos como un arte segundario. Habré de dedicar eventualmente una columna de esta serie a tal tema. 

[6] A menos que esa cobertura sea coartada pro algún gobierno u organización represiva o preventiva. 

[7] Espero dedicar una al MOMA, ese museo magnífico donde se alojan obras estupendas y también cuadros que, en mi opinión –menos humilde que razonable– podrían competir con la basura.